domingo, 27 de agosto de 2017

Editorial de El Mundo para matizar la definición de Enfermedad Mental Grave

Editorial de El Mundo para matizar la definición de Enfermedad Mental Grave

Todo es según el color del cristal sobre el que se mira.

El color del "Proceso" es el de un agujero negro

EL MUNDO

Dijo en cierta ocasión Albert Boadella que una parte de la población catalana «sufre el virus de la paranoia». Por desgracia, así se constató ayer en la manifestación de Barcelona en la que se vivieron situaciones vergonzosas. Se trataba, no lo olvidemos, de una marcha contra el terrorismo y en homenaje a las víctimas de los atentados yihadistas en Barcelona y Cambrils. Y, sin embargo, como se presumía, organizaciones independentistas la convirtieron en un aquelarre propagandístico, en una especie de ensayo de la Diada. Perfectamente orquestados, politizaron de un modo abominable un acto por la paz, ahogando el grito «no tenemos miedo» de muchos catalanes de buena voluntad con sus sonoros pitidos contra el Rey y el Gobierno de España. El contraste fue evidente con la concentración celebrada en Ripoll en favor de la paz. Que con los atentados tan recientes aún, estos colectivos soberanistas y antisistema -espoleados por la CUP, que sostiene al Govern-, demostraran tan nulo dolor por los muertos, nos sitúa ante una grave efermedad enquistada en el seno de la sociedad catalana.

Mucho se había debatido sobre la conveniencia de que Don Felipe asistiera a Barcelona, dado que la encerrona estaba anunciada. Pues bien, creemos que pese a la incomodidad de la situación y al hecho de que la afrenta al jefe del Estado resultara del todo ofensiva para el conjunto de la ciudadanía, el Rey tenía que estar ayer donde estuvo, junto a las principales autoridades del Estado. Porque la situación de excepcionalidad que vivimos por la amenaza yihadista hacía de esta marcha una ocasión especial. Y porque el independentismo en modo alguno puede marcar la agenda de las instituciones. Los más altos representantes del Estado no pueden renunciar a estar presentes en Cataluña, como en cualquier otro lugar de España, cuando las circunstancias lo exigen. Así lo asumieron, por ejemplo, los presidentes de casi todas las comunidades autónomas, presentes también en la marcha.

Pero, dicho eso, los agitadores independentistas ayer fueron demasiado lejos en su actitud injuriosa, con la lamentable cobertura de dirigentes políticos del nacionalismo y, lo que es más grave, de formaciones como Podemos, tercera fuerza del Congreso, no lo olvidemos. La campaña orquestada para convertir al Rey y al Gobierno en corresponsables de las matanzas por el mantenimiento de las relaciones bilaterales con regímenes como el de Arabia Saudí -«Felipe, quien quiere la paz no trafica con armas» y cosas similares se leían en las pancartas y octavillas repartidas- no tiene nada que ver con «la libertad de expresión», como defendió Pablo Iglesias. Es un insulto a la inteligencia y una afrenta al conjunto de los españoles.
La relación  que toda la comunidad internacional mantiene con dictaduras como la saudí es de una enorme complejidad; pero repetir sin cesar estos días el mantra de que las monarquías del Golfo son las patrocinadoras del Estado Islámico es de una simpleza absoluta. Además, en el caso que nos ocupa, estamos ante una mezcla infinita de demagogia y de cinismo. No podemos olvidar cómo, por ejemplo, el Barça, mucho más que un club, como sabemos, en Cataluña, y que se usa también como palanca del procés, ha recibido pingües emolumentos por parte del régimen qatarí hasta fechas bien recientes. Y nadie de los que ayer trataban con impunidad de incriminar al Rey en los atentados se rasgaba la camiseta. Por no hablar de la financiación de Irán -o Venezuela- a distintos órganos de Podemos, o de que la CUP y ERC que pretendían que los representantes españoles no estuvieran en Barcelona, recibieron con los brazos abiertos a líderes de Bildu que nunca han hecho ascos al terrorismo.

Deja, desde luego, muy mal sabor de boca que, en un escenario de duelo, el nacionalismo haya antepuesto la necesaria unidad política que reclaman los ciudadanos a sus intereses partidistas. Aunque cabía esperar que ayer sucediera lo que ocurrió, porque la víspera se había encargado el propio Puigdemont de calentar el ambiente y de dinamitar la unidad acusando al Gobierno de «hacer política» con la seguridad de los catalanes. Inadmisible. Probablemente porque se sabía que la marcha iba a estar tan manipulada por algunos, muchos barceloneses se abstuvieron de participar. Los datos hablan por sí solos. La Guardia Urbana cifró ayer la asistencia en medio millón de personas; en 2004, tras el 11-M en Madrid, un millón y medio de manifestantes se concentraron en la Ciudad Condal. Ha sido una forma terrible de ensuciar tanto dolor colectivo.

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